El próximo martes, 23 de abril, el escritor leonés Luis Mateo Díez (Villablino, 1942) recogerá el Premio Cervantes en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá, dos días antes de que vea la luz ‘El amo de la pista’ (Alfaguara, 19,90 euros), su nueva novela.
Se convertirá así en el séptimo de los 48 autores premiados hasta la fecha con el gran galardón de las letras españolas que guarda una estrecha relación con Castilla y León, inscribiendo su nombre en una ilustre lista que inauguró en 1976 el vallisoletano Jorge Guillén, en la que también aparecen Torrente Ballester, Delibes, Umbral, Jiménez Lozano y su querido y admirado paisano Antonio Gamoneda.
“Sin entrar en grandes discusiones teóricas”, su discurso de agradecimiento tendrá un tono “un poco confesional”: “Hablaré de dónde viene el escritor que soy y de cómo ha ido evolucionando, de en qué está y cuáles son sus intereses".
"Será algo simple y espero que entretenido”, adelanta a Ical con una sonrisa socarrona antes de rematar: “Subiré al podio como buenamente pueda, sacaré los papeles y lo que no haré, en ningún caso, será subirme a la parra”.
¿Hasta qué punto le marcó su infancia en Villablino, donde vivió hasta los 12 años? ¿Cómo ha condicionado su vida?
En lo humano, es una huella indeleble. Ahora que, con motivo del Cervantes, estoy reflexionando sobre de dónde vengo como escritor, veo que hay una vía importante hacia allí: una infancia de posguerra, en un mundo de grandes afectos familiares y vecinales, dentro de la niebla que había en todo aquello. He intensificado ese recuerdo de la vivencia de las tradiciones orales. Fui un niño fascinado por las historias que se contaban en un ámbito casi ritual que viví muy intensamente.
Aparte del cuento de la vida, de las noticias diarias, estaba todo ese mundo de las literaturas populares, que en León son importantes. Hay un acervo que está bastante recopilado, del mundo de la leyenda, el romancero anónimo, las cosmogonías... Y la huella de escuchar historias en esa dimensión social de las noches, en las cocinas, con la gente reunida, despertó en mí el aliento de querer ser yo mismo un contador de historias. De ahí vengo.
¿Fue entonces cuando descubrió el placer de la lectura? ¿Cómo se enganchó a ella?
Yo era un niño especial, un poco indolente, rarillo. Mi padre era un hombre muy culto y tenía en casa una biblioteca de clásicos; nos hablaba de ellos y nos contagiaba, claro. Todos los hermanos fuimos enseguida lectores. También fue decisivo para mí el trabajo de la Fundación Sierra Pambley, con una escuela que guardaba cierta aureola institucionista, con unos maestros que tenían la costumbre no de hacerte leer, sino de leerte.
Así, en la voz de alguien y no leyéndolo yo, conocí ‘El Quijote’, ‘Robinson Crusoe’, el ‘Lazarillo’, las novelas de Verne o tantas otras... Ahí regresamos a ese juego de lo oral, lo tradicional y lo popular. Recuerdo que en algunas mañanas de invierno, cuando la nieve nos robaba el recreo, los chavales nos quedábamos fascinados escuchando esos relatos, con la voz siempre como intermediaria. Esas dos experiencias me han marcado mucho.
Con apenas veinte años, ya en León, crea la revista ‘Claraboya’ junto a Agustín Delgado, José Antonio Llamas y Ángel Fierro. ¿Qué aprendió allí?
He tenido la suerte de establecer siempre un nivel tremendo de comunicación en la amistad. Dentro de la amistad hay una parte poderosa de amistad literaria, pero siempre con los amigos por encima de la literatura. Una parte fundamental de mi formación literaria y de mi aprendizaje como escritor está en la poesía.
No era lo mío, pero por amistad, por complicidad y por contagio, empecé a escribir poesía. Mal. Era mal poeta, poco interesante, pero en esa época a través de lo que escribíamos teníamos un cierto compromiso sociopolítico. No sé si la revista poéticamente tiene la fuerte trascendencia que se le ha dado, pero a nivel testimonial sí; da la medida de una juventud inconformista, atrabiliaria, anarcoide, que expresaba ese malestar enorme de vivir aquellos tiempos tan siniestros.
No ha vuelto a ella, pero sin embargo el lenguaje poético es algo que, desde entonces, le ha acompañado siempre en su prosa. ¿Qué le aporta la poesía?
Puede decirse que tengo un subsuelo lírico. No de prosa poética, que tampoco me interesa mucho, como no me interesa nada el costumbrismo o esas cosas, pero sí se puede apreciar un aliento lírico en la manera de afinar un estilo, cuando el interés tampoco es de un realismo, sino un poco tal vez en la teoría aquella de Borges de que la auténtica condición del arte es la irrealidad. Para entrar ahí y perfilar tu escritura, cuando quieres que eso tenga algún tipo de intensidad más simbólica, el nivel más extremo de expresividad está relacionado con ese aliento.
Después marcha a Madrid y Oviedo para estudiar Derecho. ¿Qué le empujó allí?
El destino de un mal estudiante que no tenía interés por nada. Yo leía, escribía, veía cine, bebía algo más de lo aconsejable, me gustaban las chicas y andaba por ahí muy extraviado, con una desatención total a los estudios. Hice una carrera de Derecho bastante desastrosa y después de hablar con mi padre decidí hacer una oposición. La saqué, apretadamente, entré en el Ayuntamiento de Madrid y ahí cambió mi destino profesional. Aquello me gustó mucho. Mi padre ya había sido municipalista y encontré unos profesionales maravillosos en la administración local, que es donde se administra la realidad. Me hice muy especialista en teoría de las grandes ciudades, urbanismo y cosas de esas. Ahora ya no me acuerdo de nada.
¿Cuándo tuvo claro que quería dedicar su vida a la literatura?
Yo nunca tuve la ambición de vivir de lo que escribía. Eso lo tenía claro, porque era una condición de los ‘claraboyos’. Era una cosa hasta divertida, con unos desvaríos tremendos... Teníamos hasta el compromiso de quedar inéditos, lo cual era el colmo de la estupidez, porque claro, a la primera de cambio que alguno pudo publicar un libro pues lo publicó. No éramos ágrafos. Ellos eran unos poetas maravillosos: Agustín y Ángel eran más estrictos, mientras que Toño era un poeta explosivo, maravilloso, épico. Aquel compromiso era totalmente absurdo.
Un año después de publicar su poemario ‘Señales de humo’, en 1973 ve la luz ‘Memorial de hierbas’, su primer libro de cuentos; y una década después, en 1982, su primera novela: ‘Las estaciones provinciales’, que publicó a los 40 años. ¿Por qué ese largo proceso de maduración hasta la novela?
Es curioso porque parece un camino, diríamos, reglamentado. El chico que escribe cuentos, luego pasa a las novelas cortas y acaba con una novela larga, yendo y viniendo de diferentes géneros... En mi caso todo sucedió con mucha naturalidad. La novela corta es el género que más me gusta de todos y lo he cultivado muchísimo, pero llegué a ‘Las estaciones provinciales’ por necesidad. Me vi metido en una novela larga. Yo ya tenía ambición literaria y conciencia de una carrera, no en la parte meramente material, sino de lo que yo quería escribir, de los descubrimientos que iba haciendo y también de un cierto sosiego en cómo avanzaba.
Era muy premeditado en ver el camino que estaba siguiendo y me vigilaba mucho. Ahí hay un encuentro clave con la novela italiana de posguerra que me marca mucho, desde Pavese a Pratolini, Bassani sobre todo, Moravia y tantos otros. Al afrontar ‘Las estaciones provinciales’ el propio título me daba la medida de lo que quería hacer: una novela muy testimonial, nada costumbrista y sobre todo de atmósferas, con cierto juego verbal y experimentación léxica, y ambientada en los años 50 en una ciudad de provincias -León, de manera explícita, aunque nunca aparece- que aún no es una de mis Ciudades de Sombra posteriores.
Poco después, con ‘La fuente de la edad’ (1986) se alzó con el Premio de la Crítica y el Nacional de Narrativa y se dio a conocer entre el gran público. Ha comentado que es la novela que más le ha perseguido. ¿Fue un punto y aparte para usted?
Sí, es verdad. Es curioso, porque ‘Las estaciones provinciales’ fue una novela que resultó difícil publicar porque los editores no la entendían. No sé si les parecía una novela antigua o qué, pero hasta que no llegó a Alfaguara, donde la leyó gente como Hortelano, no la entendieron. Luego fue finalista del Premio de la Crítica junto a otras obras como ‘Un día volveré’, de Marsé, y eso ya me situó en cierta forma. Unos años después vio la luz ‘La fuente de la edad’, que tuvo un gran éxito de crítica y de los lectores, y que ha circulado muy bien desde entonces, con muchas traducciones en otras lenguas. Es esa novela de éxito que te llega y que te persigue toda la vida. Es curioso porque muchos de los lectores que ha tenido solo han leído eso mío. Yo ya la he olvidado, pero mucha gente se quedó en ella y no ha querido volver a saber de mí, quizá hasta Celama.
Ha señalado que siente una “deuda” con su memoria “y con los territorios que viven en ella”.
Eso tal vez pertenece a un ámbito generacional. Yo no puedo separar mis cosas particulares y privadas del hecho de haber sido un niño de posguerra en el mundo rural, de haber vivido muy intensamente aquellos años 60 antifraquistas en una ciudad de provincias o de haber pasado los veranos durante mucho tiempo en el páramo leonés. En algunos estudios sobre mí inciden en que soy un escritor donde entra en eclosión el contraste entre lo antiguo y lo moderno, entre el pasado y el futuro. En mi obra está presente ese choque entre la desaparición de las culturas campesinas, que está ahí con una mirada un poco melancólica, y lo que puede ser el destino de la revolución tecnológica. Todas esas contradicciones y contrariedades generan un humus.
Como sus queridos Rulfo, Faulkner o Bassani, creó un territorio propio: Celama y sus Ciudades de Sombra, un terreno del mito y la memoria. ¿Fue fruto de la necesidad de encontrar su espacio?
En un momento dado tuve la auténtica necesidad de crear un territorio personal para formalizar mi inventiva. Hay una larga tradición en ese sentido: ahí está la ejemplaridad de la Yoknapatawpha de Faulkner, el Macondo de García Márquez, la Santa María de Onetti, la región de Benet…
En mi caso, construyo un territorio que nace con Celama, una suerte de provincia imaginaria que no es que surja de la nada, porque se construye con muchas de mis experiencias y de mi acopio de sensibilidad, pero es un mundo muy de irrealidad, que no de fantasía.
En esas Ciudades de Sombra, claro, hay una huella de lo que me marcó en el pasado, de tener cierta idea de la antigüedad que se sustentaba en la belleza de nuestra tierra, Castilla y León, que atesora uno de los patrimonios artísticos más hermosos y ricos del mundo sin duda alguna, con elementos del Románico, del Gótico, del Mozárabe...
Desde mi infancia y mi juventud, en esos años tan viciosos y tan raros, hasta que explotó todo aquello, desapareció el dictador, llegó la democracia y España cambió, hay un devenir en el cual lo antiguo se hace viejo. Viejo y pendejo.
En el caso de León, una ciudad de enorme belleza, con monumentos fascinantes, ni la catedral se salvaba en medio de aquella sociedad recovecosa y de medio pelo, sufriente obviamente, penintencial y llena de unos curas siniestros, como los grajos del sochantre, con el mando en plaza de un Obispado que había arrasado con toda la herencia del institucionismo.
De ahí salen mis cofrades de ‘La fuente de la edad’, que era una bonita metáfora de cómo unos hombres desarrapados de ese tiempo decadente y degradado, en una ciudad que podría ser cualquier ciudad de provincias, de pronto sienten el ímpetu de buscar algo que está más allá de lo que les dan, de encontrar lo que merecen, que es la libertad de un sueño. Era la manera de salvarse de aquella mediocridad en la que vivían. Es una aventura de la imaginación, en el ámbito de la quimera. Hay que salvarse con quimeras para no morir en la miseria humana.
¿Puede entenderse su obra como un progresivo descubrimiento de ese espacio imaginario, esa “provincia del hombre” que decía Canetti?
Yo creo que lo imaginario propende un poco, en mi caso desde luego, a un ámbito de conquista de irrealidad, que no es fantástico pero que marca la contraposición de la realidad en la que vivimos con otra paralela donde están los frutos de lo imaginario. Es aquello que decía Irène Némirovsky, que es una escritora a la que yo quiero mucho, de que toda gran novela es un callejón lleno de gente desconocida.
Sí, hay mucha gente desconocida que está en ese callejón, que es el patrimonio de lo imaginario, y allí puedes conocer a la gente más fascinante, mejor a veces que la que conoces en la vida real (aunque no sustitutiva de ella), porque conocerla te da pautas para intensificar el conocimiento de lo que es el corazón humano y lo que somos. Yo sé que el total de lo que he hecho dará un universo cerrado, con un sentido de la condición humana y una manera de entender la vida.
Ver que el destino del hombre está a la vuelta de la esquina, los héroes del fracaso, la fragilidad, los símbolos de los que están nutridas todas mis novelas… Eso dará un total. Y en eso yo tuve perspicacia, porque la previsión de ese mundo yo la tenía y la fui encontrando en los territorios imaginarios.
Celama es, en cierto modo, una gran metáfora sobre la desaparición de las culturas campesinas. ¿Cómo ve la situación actual del campo, con las protestas en la calle?
Vivimos tiempos muy contradictorios. Esto de los agricultores y las tractoradas, como en su día la eclosión minera, tiene que ver con el contraste entre las economías agrarias y una regulación mucho más extensiva y menos contemplativa.
Por otra parte en el camino del agro al comercio y al consumidor hay un descontrol claro y una serie de intereses contradictorios que perjudican al origen. El perjudicado es siempre el que cultiva. Ahora está todo reglamentado, y me parece bien, pero es fácil derivar desde los beneficios del ecologismo hacia una visión miserable frente al respeto a la tierra de quien la trabaja y la suda.
Tenemos que proteger, qué duda cabe, ante realidades como el cambio climático, pero no podemos ser tan zoquetes de no ver lo que nos está pasando y que hay que cuidar lo que tenemos. Yo creo que no hay ecologismo más poderoso y más sentido que el de los campesinos. Ellos sí que han hecho ecologismo, porque saben cómo tienes que explotar la tierra y lo que hay que darle para que produzca. Yo estoy totalmente de parte del campesinado. Hay un peso enorme de prepotencia por parte de quien gobierna desde la altura.
Al hilo de la publicación de ‘Las lecciones de las cosas’, en 2004 subrayaba que “la falta fundamental en este país es la educación”. Dos décadas después parece que la realidad no ha mejorado demasiado.
A lo largo de la democracia hemos padecido el constante cambio de modelos educativos. No ha habido acuerdo general sobre algo tan crucial. No lo hay y no lo va a haber, lo cual es temible. Ley tras ley, las rupturas son continuas. Hay una dejación, un desinterés por el profesorado, y eso nos deja un profesorado huérfano y desamparado en los colegios y en los institutos, que con mucha conciencia profesional consigue que el sistema funcione. Eso no parece que interese a nadie, pero ahí hay un mundo descabalado.
El día que le llamaron para comunicarle el Premio Cervantes acababa de poner el punto y final a ‘Últimas voluntades’, una novela corta inédita. ¿Qué sueños le quedan por cumplir?
Esto del Cervantes es complicado. Yo no esperaba que lo fuera tanto, pero es un punto de llegada. Es un premio que te cambia en cierto modo la imagen y de pronto eres como un personaje público. Es un reconocimiento que tiene una trascendencia sociocultural que tienes que asumir, además de alegrarte y celebrarlo, pero mi obra va a seguir por donde va. Es que no tengo otro derrotero.
No es que yo tenga conciencia finalista, pero sí tengo conciencia de la edad. Suelo repetir más de lo debido de que el cuerpo pesa. La ley de la gravedad está en proporción a la edad y tira de ti hacia abajo. Y luego hay otra cosa que todos sabemos pero que no tenemos en cuenta hasta que no cumplimos más de 80 años, y es que la vida es incómoda; es maravillosa y da gusto vivirla, pero joder, es incómoda.
Tienes días en los que no duermes bien, otros en los que te cuesta levantarte, tienes que salir a pasear para no engordar… La vida es bastante incómoda, pero como es lo poco que tenemos, hay que disfrutarla y no ser un quejica.
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Archivo: Luis Mateo Díez, Premio Cervantes
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Archivo: Luis Mateo Díez Premio Cervantes
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